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Cristo abrazando a San Bernardo de Francisco Ribalta, obra fechada en 1625-27. Podemos contemplar esta obra gracias a la gentileza del Museo del Prado de Madrid. |
FIESTA DE SAN BERNARDO
Homilía pronunciada en la
Fiesta de San Bernardo de Claraval
en el Monasterio de Santa María de la Caridad de Tulebras (Navarra)
el 20 de Agosto del año del Señor, 2019
Fiesta de San Bernardo de Claraval
en el Monasterio de Santa María de la Caridad de Tulebras (Navarra)
el 20 de Agosto del año del Señor, 2019
Muchos años celebrando con vosotros,
hijos y allegados de esta recoleta e histórica villa de Tulebras,
y con las monjas del monasterio
esta fiesta patronal de San Bernardo.
Conociendo un poquillo a nuestro santo patrón,
siempre me ha hecho gracia pensar
la reacción que tendría al verse con el pañuelico rojo
y desfilando procesionalmente por el pueblo en fiestas.
Reconociendo su austeridad ascética
y su anonadamiento para las cosas del siglo,
me lo imaginaba rebelándose airosamente
como antaño ante Guillermo de Aquitania, señor de Guyenne y Poitou.
Si entonces el pecado era quebrar la unidad de la familia eclesial
hoy parece que se acentúa atentando contra la dignidad humana,
si entonces se atentaba contra los mandamientos de la Iglesia
hoy parece que se hace lo mismo contra los de Dios.
Son tantos los atentados contra la fraternidad
que padece nuestro mundo en sus hijos más débiles,
que unas fiestas tan gozosas y explosivas como las navarras, pero todas las occidentales,
pareciera que pretendieran ocultarlos y anestesiarnos frente a ellos.
No es momento de entrar en detalles, que bien los llevamos en el corazón, pero pensemos
en los emigrantes que suspiran por nuestras costas y se ahogan en el Mare Nostrum,
en los atentados al medio ambiente por la codicia de potentados y multinacionales,
en los jubilados ninguneados y en los ancianos recluidos y machacados por la soledad,
en los enfermos mentales abandonados a su suerte,
en el expolio de las materias primas de los países en vías de desarrollo,
en la trata de blancas y en la prostitución sexual de los pobres,
en tantas barbaridades contra la dignidad humana que sentimos náuseas.
Quizás se contuviera por su humildad proverbial
y por su condescendencia ante las flaquezas humanas.
Bien claro dejó el papa Pío XII, en el VIII centenario de la muerte del abad,
que de los sabios curtidos de la Iglesia este era el Melifluo.
Hoy que me toca presidir inmerecidamente, pero con muchísimo gusto,
esta celebración de la Eucaristía en su fiesta anual
pienso que ahora en el cielo y desde la perspectiva de la eternidad
puede que haya cambiado de opinión y nos aliente en esta oportunidad de nuestra vida.
Dios habrá desplegado ante Bernardo sus planes:
«El Señor del universo preparará para todos los pueblos,
en este monte, el monte Sión donde se asienta su Templo,
un festín de manjares suculentos y de vinos de solera». (Is 25,6)
Esta visión de los últimos tiempos con que los profetas nos obsequiaron
fue rubricada con creces por Jesús de Nazaret
que nos habló una y otra vez del Reino de Dios
como un banquete de fiesta y de bodas.
Allí se servirán las viandas para saciar el hambre de las gentes
y se escanciarán los buenos caldos más abundantemente que en las bodas de Caná,
se cantará y bailará sin hartura y sin cansancio,
dejando curso libre al amor.
Bien nos repite una y otra vez el Cantar,
que tan a gusto paladeó San Bernardo:
«No desveléis ni despertéis al amor hasta que le plazca…
¡Comed, amigos, bebed, embriagaos de amores!» (Ct 2,7; 3,5; 5,1)
Si Bernardo ha cambiado de opinión o, más bien,
tiene una nueva perspectiva para interpretar la historia,
habrá trocado sus vestiduras de luto y ceniza
por otras de fiesta y de gala.
Sonreirá con pañuelico al compás de la fiesta
viendo a un pueblo que no pierde la esperanza
ni renuncia al trabajo para levantar una sociedad más humana
y festeja con agradecimiento la alegría de vivir.
Al fin y al cabo, nuestras fiestas vienen a ser
un aperitivo sacramental de la gran fiesta y banquete del Reino de los cielos:
Venid todos los hambrientos y sedientos,
tomad y comed, trigo, vino y leche de balde. (cf. Is 55,1)
Pero, ¿qué camino recorrió Bernardo
para alcanzar la meta celestial desde la que nos ilumina y asiste?
Un diálogo maravilloso y difícil, misterioso y enigmático,
entre la gracia divina y la respuesta personal.
La sola pretensión de descifrar esta aventura vital
está abocada al fracaso y carece de todo sentido común
pero sí podemos asomarnos a su vida como hermanos pequeños,
con respeto y admiración, con curiosidad y cariño.
Nacido en el seno de una familia señorial de la Borgoña francesa
en las postrimerías del siglo XI de nuestra era.
Bernardo es un joven espabilado e inquieto
que estudia en la escuela de los canónigos de Saint-Vorles, en Chatillon-Sur-Seine.
Quizás fuera la muerte prematura de su madre Aleth,
a la que estaba muy apegado y amaba con delirio,
la que le hizo perder el equilibrio
y precipitó años más tarde su decisión de tomar los hábitos monacales en Citeaux.
Despojado a su pesar, ha perdido lo que más quiere,
y en este nuevo escenario de frío y oscuridad
un fuego prende en su corazón semejante al de María de Betania,
que, sentada a los pies del Señor Jesús, escuchaba su palabra.
«Sólo una cosa es necesaria» (Lc 10,42)
¿Para qué ambicionar los tesoros de la tierra?
Si los ladrones no te los arrebatan
la muerte inexorable lo hará… (cf. Mt 6,19ss.)
Tiempo de noviazgo ha tenido
y por fin se entrega al amor de su alma:
«¡Que me bese con los besos de su boca!
¡Tus amores son más dulces que el vino!» (Ct 1,2)
¡Qué bien expresó esta alianza esponsal Francisco Ribalta
en ese lienzo que contemplamos en el Museo del Prado,
en donde Cristo desclavado acoge a San Bernardo
fundiéndose con él en un abrazo dulce, gozoso, plenificante y eterno!
Una reciente fundación en Citeaux,
por Roberto de Molesmes y un pequeño grupo de compañeros,
que viene a reformar el movimiento benedictino de Cluny,
le brinda el cauce a Bernardo para canalizar tanta pasión y amor.
Todos os preguntaréis espontánea y legítimamente, tarde o temprano,
consciente o inconscientemente, en unas circunstancias o en otras:
«Con los problemas y necesidades que hay en el mundo,
¿por qué no asume mejor una entrega y un compromiso de solidaridad?»
La pregunta que, se me antoja más acertada, sería más bien:
¿Cómo dar sentido a la vida?
En la medida que uno le da sentido
se convierte en sal de la tierra y luz del mundo.
Una convicción se va abriendo camino en Bernardo,
para dar sentido a la vida
hay que zambullirse en el propio interior:
«El Reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21)
Frente a la dispersión exterior y alienación humana:
las aspiraciones a ser caballero medieval o futbolista o actriz,
el consumo exacerbado para llenar el vacío interior,
la conquista de territorios sociales, religiosos, económicos, políticos, etc.
para afianzar el poder y el ansia de sentirse en el centro,
la satisfacción a toda costa y por encima de todos de las necesidades primarias,
Bernardo escucha la palabra del Maestro:
«No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24)
Mucho tiempo llevamos en la Iglesia
cortejando con el dinero y legitimando el capitalismo y el neoliberalismo económico.
El capitalismo es una religión y, por tanto, una idolatría.
Acostarse con él tiene el nombre de adulterio.
Se impone sin remedio ante los ojos de Bernardo
sin remilgos ni contemplaciones el despojamiento más absoluto.
«Vende lo que tienes, dáselo a los pobres,
así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme» (Mc 10,21)
Frente al exhibicionismo y aprobación social
para estos caballeros que buscan la sabiduría, el arte de vivir,
se abre el camino del ocultamiento, «ocultos en los bosques»,
muertos al mundo: «Vuestra vida está con Cristo, escondida en Dios» (Col 3,3)
Zambullidos en Dios, uno se encuentra consigo mismo,
con la verdad más genuina de uno mismo.
Vivir la vida en la desnudez y libertad de los hijos de Dios
para convertirse en profecía de humanidad y de un mundo nuevo.
¿Qué vamos a decir nosotros,
pobres enteradillos deslenguados,
que podríamos recitar con Segismundo
el mismo soliloquio delirante?
«¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son» (Calderón de la Barca. La vida es sueño)
Bernardo intuye la chispa de la reforma cisterciense,
que busca las aguas claras y bravas de las fuentes.
El movimiento benedictino de Cluny se adormecía
en la riqueza, la belleza, el formalismo litúrgico, la dolce vita…
Recordamos esas recriminaciones a las siete iglesias:
«Porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca».
«Porque flirteas con el paganismo y adoptas su vida y doctrinas turbias».
«Porque tienes nombre de quien vive, pero estás muerto» (Ap 3,16; 2,14s.; 3,1)
Le pasó a este movimiento lo que a una pareja.
De novios, su amor era todo pasión, fascinación, encantamiento, locura…
Después de unos cuantos años todo se había vuelto rutina,
faltaba la chispa y sólo la inercia explicaba que tirasen adelante.
La reforma buscaba el amor primero:
«Acuérdate de dónde has caído,
conviértete y haz las obras primeras» (2,4s.)
y Bernardo supo que era el hogar esponsal donde el Señor le destinaba.
Si la reforma cisterciense había sido cauce para Bernardo,
la pasión de este joven enamorado de Cristo
dinamizó la reforma hasta el desbordamiento.
La pequeña presa de Citeaux no podía contener su caudal y arrobamiento.
Recién escudillado como monje,
Esteban Harding, abad de Citeaux,
lo destina a una nueva fundación en un valle de la Champagne
que, desde entonces, llevará el nombre de claro y luminoso, Claraval.
No le fue fácil a Bernardo abrir camino
para la nueva comunidad cenobítica.
¡Más solo que la una!, ¡la soledad del líder!
Fue aprendiendo a base de oración y tropiezos.
La disciplina y rigorismo radical del joven abad
horadó sus fuerzas y su salud hasta el extremo
de verse forzado a retirarse a un pequeño eremitorio
en una suerte de año sabático.
Por otra parte, organizar la convivencia de estos monjes
con el anhelo de perfección que leía Bernardo en el Evangelio:
«Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48)
le sumió en unos conflictos interpersonales y en una crisis de aupa.
Con la gracia de Dios y su vehemencia personal
fue creciendo como un oso en fortaleza
y salió alumbrado en un parto
que se llamó reforma cisterciense.
Bernardo es el gran adalid del Císter
y así lo veneramos en la Iglesia.
Lo festejamos como hombre sabio,
y nos honramos de tenerle como compañero del camino.
Muchos destellos de luz recibimos de su testimonio.
Por ejemplo, su vivencia del Bautismo,
que nos hace hijos de Dios,
le llevó a vivir en una suerte de iconoclasia.
Tuteaba a papas y reyes,
a obispos y señores feudales,
sentando cátedra desde el sentido común del Evangelio,
que subordina la jerarquía a la dignidad de los hijos de Dios.
Así, este místico, que cortejaba escondido con su Señor,
se lanzó al ruedo público forzado por una Cristiandad resquebrajada
para dirimir contiendas de poder entre reyes, nobles y eclesiásticos,
y arbitrar una convivencia saludable entre el mundo cristiano y el Islam.
Su amor a la Iglesia, pueblo de Dios, era tan grande
que no se cortaba ni un ápice en llamar la atención
del cualquier poder terrenal o eclesial
que atentara contra la unidad o su fidelidad evangélica.
Aunque no la popularizó él la sentencia:
«Ecclesia semper reformanda est»,
sino Karl Barth in 1947
parafraseando a San Agustín,
él fue uno de los creyentes que entendió
que la reforma era consustancial a la vida de la Iglesia,
como el crecimiento lo es a un ser vivo,
como la conversión lo es para un pecador, o sea, para todos.
Qué bien recitaba nuestro santo aquellos versos del salmo 136:
«Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras.
Allí los que nos deportaron
nos invitaban a cantar;
nuestros opresores, a divertirlos:
«Cantadnos un cantar de Sión».
¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me paralice la mano derecha;
que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mis alegrías».
Jerusalén, la Iglesia de Dios,
peregrina en tierra extranjera,
eres el empeño de mi vida, la razón de mis desvelos,
el amor que me consume, la misión que el Señor me confía.
«…que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mis alegrías».
En esa capilla lateral de esta iglesia conventual
vemos un cuadro en el que se representa a San Bernardo
arrodillado como un fiel devoto a los pies de María
y rezando esa oración, que es miel para nuestros labios:
«Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios.
No desoigas la oración de tus hijos necesitados.
Líbranos de todo peligro,
oh siempre Virgen gloriosa y bendita».
La Virgen con la aquiescencia de su Hijo,
a quien tiene desnudo como un infante en su regazo,
descubre su pecho y, presionándolo, lanza un chorro de leche,
la misma que mamó nuestro Señor, a la boca de nuestro santo.
Leche mariana de aquella que cantó el Magníficat,
reconociendo que Dios hace proezas con su brazo,
que soñó y esperó en las palabras del ángel Gabriel:
«Para Dios nada hay imposible».
De lo que se come, o se toma, se cría
y, este hombre, citarista y cantor de Nuestra Señora,
encontró en ella el aliento y el apoyo
para decir ahora y siempre, aquí y allá, sí a Dios.
Bendito sea Dios en sus ángeles y en sus santos,
bendita sea la excelsa Madre de Dios, María santísima,
bendito sea Bernardo entre los bienaventurados,
bendita sea la Iglesia triunfante, purgante y militante.