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Joaquin Castañon, San Isidro Labrador, San Antonio Museum of Art, San Antonio (Texas - USA), 1866 |
SAN ISIDRO LABRADOR, EL MUNDO RURAL Y LA REAL ACADEMIA
Homilía en la fiesta de San Isidro Labrador, jornalero,
patrón de los agricultores,
el 15 de Mayo del año del Señor, 2012,
en la Parroquia de la Asunción de Nuestra Señora de Cabanillas (Navarra),
siempre agradecido a tantos chavales y a tantos indignados
que como los del C.P.I. Virxe da Cela
van recordándonos lo bonito que es el amanecer…
patrón de los agricultores,
el 15 de Mayo del año del Señor, 2012,
en la Parroquia de la Asunción de Nuestra Señora de Cabanillas (Navarra),
siempre agradecido a tantos chavales y a tantos indignados
que como los del C.P.I. Virxe da Cela
van recordándonos lo bonito que es el amanecer…
Fue el rey español Felipe II
el que estableció la capital de su Reino en Madrid
el año del Señor, mil quinientos sesenta y uno.
Como todos los gremios, instituciones y ciudades
tenían sus patronos
hubo que buscar uno para la flamante capital.
Entre todas las ciudades europeas destacaba con creces,
desde que las carabelas de Colón arribaron a América,
la ciudad de Sevilla.
Esta tenía por valedor ante Dios
a San Isidoro, el autor de las Etimologías,
esa enciclopedia que recopilaba todo el saber de su tiempo.
Pero el rey español,
que armó la armada invencible, levantó el Escorial
y llenó de óleos del Bosco el actual Museo del Prado,
no pudo encontrar un santo varón
que aventajase en sabiduría a tan ilustre prelado
y les procurase desde el cielo las gracias divinas.
Convenía que la excelencia del nuevo patrono
superase con creces a los de todas las demás ciudades
que salpicaban todo su vasto imperio.
Fue su hijo Felipe III el que,
de regreso de un viaje diplomático a Lisboa,
cayó tendido en el lecho a causa de una grave enfermedad,
y encontró la oportunidad que el cielo le había reservado
cuando los galenos se vieron impotentes
para garantizar su curación.
Apelando in extremis a los santos de la corte celestial
no conmovió su corazón ninguno de tan preclaros abogados
sino un humilde campesino de la corte madrileña.
Harto el rey de allegados rimbombantes,
de semejantes que más producían hastío que colmasen sus anhelos
y de súbditos movidos por intrigas y pendientes de complacencias,
fue subyugado por la sencillez y honradez de un jornalero rural,
que espabiló su fe, fe que mueve montañas,
con los cierzos refrescantes y el sol que ilumina la madre tierra.
Corría el año del Señor, mil ciento treinta de nuestra era,
cuando el santo homónimo del patrón de Sevilla
entregaba su espíritu al Señor en olor de santidad.
Un trabajador de la tierra buscando el pan de cada día
en fidelidad al mandato del creador
que colocó al ser humano en su jardín para que lo labrase y cuidase.
Sin nada propio, porque del Señor es la tierra, que él la hizo,
y sin graneros, bajo la providencia divina,
devanaba su vida a ejemplo de aquel que lo había redimido con su sangre.
Su primera ocupación todas las mañanas era la fracción del pan
donde se alimentaba con el pan de los ángeles
que es la vida del mundo.
Y su trabajo cundía,
para testimonio y desconcierto de sus compañeros,
más que el de todos ellos.
Bien interpretaban que era la gracia celestial
la que hacía fecundas sus labores
multiplicando las cosechas el ciento por uno.
Si era vox populi y sensus fidei su integridad laboral
era también reconocido su concierto familiar,
levantado desde el amor recíproco y la solidaridad con los pobres.
Con Santa María de la Cabeza,
compañera y esposa,
vida femenina oculta con Cristo en Dios (Col 3,3).
Con San Illán,
hijo recuperado de las aguas del pozo y del Bautismo,
vástago santo de creyentes santos (cf. 1 Co 7,14).
El cuerpo de este santo rural, honrado y justo,
visitó la morada del monarca enfermo
y, tanto lo espabiló, que remozó en cuerpo y alma.
El monarca, despertado por el Espíritu,
aprendió la sabiduría íntima de Dios
oculta para los príncipes del mundo,
y, restablecida su salud, emprendió la tarea
del reconocimiento canónico del santo varón del mundo rural
porque de bien nacidos es ser agradecidos.
En el año del Señor, mil seiscientos diecinueve,
el papa Paulo V beatificó a San Isidro
y, dos años más tarde, Gregorio XV lo agregó al catálogo de los santos.
¿Quién le iba a decir al rey de España
que una villa rústica/rural sería elegida capital de su Reino
y contaría como patrón con un humilde campesino asalariado?
San Isidro de Madrid no se podía comparar a San Isidoro de Sevilla
pero bien pensado a quién le interesan las comparaciones
cuando el Señor Jesucristo oraba:
«Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes,
y se las has revelado a los pequeños». (Mt 11,25)
Y ¿quién le iba a decir a la Real Academia Española,
cuyo emblema reza «limpia, fija y da esplendor» a la lengua española,
que un santo rústico/rural sería el patrón de la capital de España?
«rural», que, según el diccionario de los ilustres académicos,
quiere decir «inculto, tosco y apegado a cosas lugareñas»,
y bien entendemos que procede escribirlo con minúsculas,
porque con mayúsculas habría que escribir su antónimo,
es decir, “Urbano”, que según el mismo diccionario,
significa «cortés, atento y de buen modo».
Y como Dios sigue interpelándonos por la boca de los inocentes,
inocentes de aldea y del mundo rural,
han sido estos los que han levantado su voz indignada…
Indignación ante el avasallamiento académico
cuya «cultura emancipada» menosprecia sus orígenes, «agri-cultura»,
y olvida descaradamente las lecciones de los «doctores» de antaño:
¿No decía el sabio doctor y padre de la Iglesia, San Agustín
que el cultivo del campo «de todas las ocupaciones,
es la más sana y la más honesta»?
(De haeresibus ad Quidvultdeum, 46; P.L. 42,37)
¿No interpela el insigne escritor clásico Cicerón,
diciendo que «esa vida rural que tú llamas agreste
es maestra de moderación, diligencia y justicia»?
(Pro Sexto Roscio Amerino, 75)
¿No fue el buen papa Juan XXIII el que reconoció
que había nacido de familia dedicada a la agricultura,
«oficio el mejor, el más fecundo, el más dulce y el más digno del
hombre aun del hombre libre» (Cicero, De Officiis I, 42)
¿No es antinatural renunciar a nuestra naturaleza
cuando nos olvidamos que de la tierra salimos y a ella volveremos,
cuando nos avergonzamos de nuestra naturaleza y orígenes?
Si menospreciamos o despreciamos a nuestra madre,
¿qué clase de hijos somos? ¿no estaremos condenados a ser
unos huérfanos errabundos por engreídos?
Han sido unos adolescentes de un colegio rural y público
Virxe da Cela, en Monfero (A Coruña),
los que han reparado en la evidencia.
Su indignación es comprensible porque es de sentido común…
A ellos y a su maestra Carmiña les agradecemos este brote verde
que viste de primavera este mundo nuestro periclitado.
Periclitado y asfixiado por una civilización que no da más de sí
porque se va replegando en un profundo agujero negro
que no sabe de amores sino de intereses rastreros,
que no busca la autenticidad y prefiere seguir disfrazado,
donde no cuenta el ser humano sino los moldes domesticadores.
¿Hasta cuándo vamos a seguir tolerando esto?